miércoles, 31 de diciembre de 2008

Déjà vu





Subimos la montaña
y sobre aquél follaje que empezaba a morir
las luces del auto recortaban
un círculo en la noche. Era la época
en que los árboles cambian su color,
no había hojas verdes, y el pálido marrón de las más débiles
se volvía un rojo deslumbrante en la humedad.
Según qué forma moldeen los recuerdos
a veces veo
ese paisaje helado cerca mío, en pleno día o al atardecer
parada en una cima donde nunca estuve
(de aquellas vacaciones vienen siempre
los ojos de Règine
atentos al precario parabrisas que barría
las gotas lentamente y diluía la nieve
en una escarcha gris). Yo miraba
la dirección sinuosa y, sin embargo,
perfectamente recta del camino,
imaginaba la cara de mi madre al ver, en cuadro,
los techos a dos aguas de Bienn- Biell
con sus picos detrás. Las gente suiza
cruzando las veredas esa tarde
volvían a la ciudad real, hasta cercana, y sin querer
esos desconocidos fijaron invariables
sus caras en mis fotos. Para mi madre armé
ese rompecabezas, cuyas juntas
fueron como el rabillo de mis ojos, y por esa fisura,
entre las piezas,
como hilachos casi imperceptibles,
pasó materia y tiempo de este mundo. No hay vuelta atrás,
digo sobre los viajes que son flechas, a veces, rostros,
follajes, una iluminación.

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