martes, 10 de febrero de 2009

Zürich




Había en la casa un Atlas, altísimo y azul
de resistentes hojas satinadas
y mapas gigantescos. Cada vez que podía
me quedaba mirando, en una de sus páginas,
una fotografía de una calle de Zürich
atestada de gente,
con casas de colores de techos a dos aguas
y los picos detrás. Era como viajar
y conocer el mundo,
el abundante mundo que estaba alrededor
compartiendo conmigo
el aire de las noches y los días,
invertidos, cruzados,
siguiendo a contrapelo las luces y las sombras
en una danza helada de montaña
y en el mar, calurosa,
bajo un rayo de sol
que nos fundía a todos por igual.
Me preguntaba cómo
harían los ciegos para llegar a él,
para escapar del plano
de la sombra
sino podían mirar un Atlas como ése
o entrar a las imágenes del cine
como se entra a los sueños
regidos por lo oscuro
del afuera, creyendo en la verdad
como Tomás, sin dudar nunca
de lo que se ve.
Los ciegos, los dudosos
escucharían la música, pensaba yo,
llevados por el vuelo de un vehículo
que transportaba sólo el corazón
pero tan lejos que, de todos modos,
no existe ojo capaz de divisar
su punto de llegada.
Yo lo sabía:
la gran distancia adquiere cualquier forma,
se llena de personas provistas de palabras,
de historias sorprendentes.
O no pensaba en nada, quizás,
igual que una serpiente me dejaba encantar,
como quien mira el fuego y ve en sus llamas
que bajo todo riesgo
palpita
alguna salvación, y escucha con alivio el crepitar
de los deseos
que logran realizarse.

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