miércoles, 10 de junio de 2009

Un nuevo cuento


Fuera del río


Después de sacarse la capelina y el chal y descargarlos junto a su cartera en los brazos de su hija, la madre le acarició el mentón y la miró como si fuese a despedirse. Luego le dijo: No te des vuelta. Pero ni siquiera ella misma entendió el porqué de estas palabras. Muchas, muchísimas veces, le daba órdenes para medir tanto su capacidad de mando como la respuesta de la niña. Podría haberle dicho: Caminá de un lado al otro sin parar o No le saques los ojos de encima al cielo. Daba lo mismo. En pocas ocasiones, antes de ser mamá, había experimentado poder sobre alguien o algo, de modo que la hija se había transformado para ella en la posibilidad de recuperar eso que casi no había tenido, pero que sin embargo administraba a la perfección, como si lo conociera de memoria. Sobre su figura un vestidito suelto, aunque ceñido a las gráciles formas de ese cuerpo, terminaba a la altura de las rodillas y flameaba, mientras ella caminaba en dirección al río. Tenía el pelo pesado y lacio, pero las puntas, como rulos apenas insinuados, se marcaban hacia fuera dándole a la cabellera un aspecto moderno y juvenil. Era una mamá hermosa y así la había visto la niña siempre. Pero ahora solo la imaginaba, ya que ella le había pedido que, como Lot, se abstuviera de mirar hacia atrás. La mamá bajó las escalinatas que daban a la playa y en el descenso su elegante sombra iba cayendo sobre la piedra roída repitendo el ritmo de un andar armonioso, casi felino. Al llegar, sintió el alivio que el calor traía a sus plantas y movió sus dedos sobre la arena. Antes de dedicarse al horizonte inmenso miró la inquietud que esos dedos expresaban y detuvo sus ojos en el color rojo de sus uñas prolijas y perfectas, diferenciadas de la palidez de su piel. De esa visión de lo pequeño, de algo de lo más pequeño pero divisable de su cuerpo, pasó a la vastedad. El camino dorado que trazaba el sol sobre el río. El río interminable. Y no dudó, ni por un instante, de la redondez de la tierra. Sobre la redondez pensó que todo en la vida era cíclico, que las cosas acaban como empiezan, que qué caso tendría negarlo, que todo vuelve. De pronto, viejos pensamientos volvieron a su mente una vez más y la amargura la hizo cegarse ante el espectáculo que tenía delante. Cuando vio el río otra vez se preguntó qué habría estado mirando en ese tiempo, sin moverse de ahí, con los ojos siempre puestos en el mismo lugar. La amargura se disipó de pronto como el alivio que sentía en sus plantas. Ahora el calor comenzaba a crecer y a quemarlas agresivamente como un aliado que se volvía en su contra. Se sacó el vestido, lo dejó caer sobre su propia sombra, y en malla enteriza caminó hacia el río, dejando aquella otra prenda tirada en la arena hirviente, plenamente soleada. Metió un pie en el río y después el otro, esa temperatura era ideal. El Paraná, como siempre, estaba calmo y pequeñas reverberaciones redondas sobre el agua indicaban la presencia de los surubíes en la época de pesca. De todos modos, la playa estaba vacía y eso era lo que buscaba. Se sumergió en el agua y nadó hacia el centro del río. Con cada brazada sentía la disminución progresiva de un peso que no podía reconocer en la vida normal. Como si una persona se condujera cada día ignorando una joroba sobre su espalda que sólo al comenzar a desaparecer le permitiera reconocer el deseo de liberarse de ella para siempre. Así sentía esa madre. Y el peso, supo varios metros adelante, pasando la hilera de boyas, ya empezaba a identificarse. A medida que avanzaba, la imagen de su hija cobraba más y más claridad para volverse luego borrosa y desdibujarse. Conforme a que la imagen se borraba, el alivio asomaba más que el sol y con él la amplitud de miras, el más allá de lo visible, toda la grandeza del aire entrando a sus pulmones, un poco más de aire, un poco más. Como si la contundencia de esa pequeña presencia obstaculizara por lo común su respiración, sordamente, como una leve irritación que ella no había registrado hasta ese momento. Imaginó entonces, de pronto, que ese “mandoneo” que ejercía, con el que medía su poder y que para ella era un juego, una gracia, tenía la fuerza de una boca de fuego que largaba su largo aliento cada día sobre una niña callada, obediente, como ella misma había sido. En ese momento un surubí le rozó la pierna izquierda asustándola y la madre pegó un grito. Paró y se dio cuenta de que no hacía pie y al mirar hacia atrás vio la costa lejanísima, el sol más cercano a caer, el chillido de unas aves llevadas por un aire que estaba comenzando a enfriarse con la amenaza del crepúsculo. De pronto se sintió desprotegida, como si todo ese impulso de libertad que le daba el río se hubiese transformado en el encierro de saberse sola, a expensas de una fuerza gigantesca. Se dio vuelta y comenzó a nadar. Nadó rápidamente, olvidada de todo pensamiento, sintiendo en su pecho la opresión característica de todos sus días y a medida que regresaba a la costa se iba a adaptando a ella como a una identidad conocida. Ya cerca de la orilla, se incorporó y se dio cuenta de que aún faltaban varias horas para el atardecer. Arriba, sobre la rambla, algunas personas iban y venían paseando con un termo bajo el brazo, tomadas de la mano de otra, con algún chico en alzas. Sobre el alto paredón la mujer vio el contorno de la espalda de su hija, su fina nuca, estática, el cabello corto y castaño ceñido sobre la cabeza. De los costados de su cuerpo asomaba la blanca capelina que ella le había pedido sostener mientras se metía sola en el río. Sintió un gran estremecimiento y se largó a llorar en una única pero intensa explosión que le destapó el pecho como un soplido. Sin esperar a secarse el cuerpo, se puso el vestido y sacudió ligeramente su cabellera. Estaba empapada. Y como si todo aquello hubiese aparejado un gran esfuerzo, sintió agitada su respiración y apretado su entrecejo. Subió casi con urgencia la escalinata y al llegar a donde estaba la niña, la vio sostener la capelina, el chal y la cartera con firmeza, apretándolas contra su panza, como si tuviera que defenderlas. Al ver a su mamá la hija soltó una sonrisa y así se apaciguó su rostro, levemente comprimido por la soledad y por la responsabilidad de tener que cuidar aquellas cosas. La mujer sintió que algo se quebraría en la realidad, en el orden conocido de la vida que compartían, si le pidiera perdón. Así que le sonrió también, con una sonrisa rutinaria, despojada de toda exaltación, y le dijo: Dámelas. La niña se las dio de a una. Primero el chal, después la capelina y finalmente la cartera. Ya te podés dar vuelta, dijo la madre. La hija no preguntó porqué ahora sí. Nunca lo hacía. La memoria que tenía de haberlo hecho es que su madre contestaba un Porque sí, o simplemente callara. Así que sólo giró con ella para mirar el horizonte y apoyó su pequeña mejilla sobre el dorso de una mano helada.

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