sábado, 6 de junio de 2009

Un viejo cuento de Mico Secha


La señora del dedo



Le pasó mientras preparaba la ensalada. El corte se confundió con la pulpa dispersa sobre la tabla y, a los pocos minutos, techos, paredes y zócalos salpicados en sangre, habían cambiado la apariencia de su casa. Ay, pobrecita, se lamentaría Ana un día después en vistas del espectáculo. Es que esa zona sangra mucho y Lucía no paraba de sacudir la mano. De derecha a izquierda, de izquierda a derecha como diciendo no, no, no. El paso siguiente, y el más razonable, era pedir ayuda por teléfono o arreglárselas sola, pero la desesperación no se lo permitió. Es que la lógica de la persona desesperada es otra, ninguna quizás. O muy privada. Como en un estado delirante lo único que pretendía del tiempo era su regresión. Quería que volviera hacia atrás, que el accidente no hubiera ocurrido. Una lluvia de sangre cayó sobre los muebles, la alfombra, los libros y también sobre el gato que, en cuatro patas y con la cabeza bien gacha, miraba fijamente la mesa después de haberse comido el pedacito. Muy poco. Qué pena, miau, con lo rico que estaba. Es que Lucía no tuvo en cuenta guardarlo para que se lo cosieran en el hospital. ¿Quién puede pensar en eso ahora? Tal vez un amigo o un familiar que, al no tratarse del propio cuerpo, actuara con la suficiente frialdad como para envolver la yema en papel tisú y entregársela al médico. Acá tiene doctor, este es el dedo de mi amiga, bueno, lo que falta. Pero estaba sola. No es bueno, no. No es bueno que una mujer como ella esté sola. Aunque ridícula, una muerte causada por corte de dedo también le parecía posible y pensó que, sin meter mano en la realidad, el final sería inminente. Y rojo, igual que su nacimiento. Las historias empiezan como terminan, concluyó. Hay que pararlo ahora. Anita, Anita, por favor, ayudame. ¿Qué te pasa, Lú? Me rebané un dedo ¿Cómo? Haciendo la ensalada de tomates. Quedate tranquila, ya voy para allá. Pero, ¿qué es “ya”?, ¿acaso “ya” no supone una materialización inmediata, una forma de llamar al futuro mientras el futuro se hace presente? Para Ana, en cambio, “ya” podía significar una serie de acciones a llevar a cabo parsimoniosamente, regidas por un ritmo muy distinto al de Lucía en situación. Apurate, tengo miedo, tengo miedo. Ay, exclamó Ana para sus adentros. Juzgaba a su novia hipocondríaca y la hipocondría era, a su entender, una exageración de la realidad, cuando no una falsedad destinada a sembrar la desdicha entre dos personas. Como si fuera a propósito, aunque en el fondo sabía que no y que Lucía no podía evitarlo. Tranquilizate, no va a pasar nada. ¿Nada? ¿Nada, decís? Vos no tenés corazón. Tratando de contenerse, Ana respiró hondo del otro lado de la línea y una violenta exhalación golpeó el micrófono. No soy tonta, dijo Lucía, estás resoplando. No, mi amor, es que me pongo nerviosa. ¿Nerviosa? ¿nerviosa? ¡Nerviosa estoy yo! Con cierta dificultad cortó el teléfono embadurnado. Se le resbalaba de la mano y sólo la tercera vez cayó casi casualmente sobre la horquilla y la comunicación se interrumpió. ¿Por qué Ana es así conmigo? ¿y este gato, que llora tanto? ¿qué pasa? ¿no comió? ¡Ay, pobre santo, es tan intuitivo! Hasta él se da cuenta de lo que me pasa. Y Ana no. Mientras tanto, en su oficina, Ana juntaba los papeles, la agenda electrónica, los cigarrillos, ¿me olvido algo? Esperaba el ascensor en el séptimo piso y sonreía amablemente a una viejita a la que cedió su lugar porque ya no entraban más personas. No se preocupe, dijo, yo bajo después. Unos minutos más nada cambian y no se va a morir, pensó, exagera. Pero, en su departamento, Lucía creía estar a un triz de agonizar. Del derramamiento al desmayo hay un paso. Recordó la noche en que se hizo señorita. ¿Señorita? En aquel momento el título le había caído de sopetón. Era una Navidad. El calor y la pérdida de sangre la sofocaron y se tuvo que acostar. Mucho tiempo después se enteraría por un profesor de Tai Chi Chuan que con la menarca en la mujer y la eyaculación en el hombre se da comienzo al proceso de envejecimiento humano. Yo era materia, materia pura, materia sangrante. En mí se había instalado la muerte y su camino ininterrumpido y lineal era inevitable. O lo transitaba o me quedaba ahí sobre esa cama, negándome a comer, a vivir una vida que se acabaría algún día. Hoy, quizás. Además, qué injusto todo: ahora es cuando necesito que me llamen señorita, no veinte años atrás ¿qué es, por dios, qué es? ¿está en la piel? ¿en el pelo? ¿o la mirada? ¿qué ven cuando me dicen señora, si ni siquiera tengo alianza? No es momento para pensar en eso. Como pudo, tomó un toallón y se envolvió el dedo. Es decir, comenzando por la herida se cubrió toda la mano. Pero el gran vendaje fue traspasado y su blancura enrojeció, imagen que la llevó a recordar otra vez al profesor de Tai Chi Chuan. La sangre es como el agua de la que tanto hablaba él, y avanza. ¡Oh, dios, cuándo vio eso! ¿Podía esperar a Ana si su propia existencia pendía de un hilo?, en ese caso ¿quién puede esperar a alguien? Nadie. Nadie puede esperar a alguien. Llevaba el dedo envuelto y su correspondiente antebrazo recostado sobre el brazo opuesto, como si acunara un bebé. Le dijo chau al gato que la miraba como diciendo: ¿me vas a dejar así, sin más dedo? Miau, miau, maulló él, chau chau, contestó ella. Y llorando a lágrima viva bajó las escaleras hasta encontrarse parada en la puerta del edificio. Algún taxi tiene que venir. Una ambulancia: es Ana. Seguro que es ella, vino a buscarme. La ambulancia estacionó y Lucía fue derecho a abrir la puerta trasera. Estaba dispuesta a recostarse en la camilla cuando un enfermero se le acercó. Muchas gracias, le dijo, ahora córrase por favor, que va a subir una embarazada. Lucía no obedeció, se quedó tiesa, mirándolo. Que se corra, repitió el enfermero, ¿cómo se lo tengo que decir? Si, claro, contestó llorosa, es que... Córrase señora, por favor. Tampoco era una nena encaprichada con que la subieran. Sintió mucha pena de sí misma y odió a los profesionales de la salud. Está bien: ese toallón no era un nene, pero lo parecía ¡y ensangrentado! ¿Cómo podía ser tan insensible el enfermero y ni siquiera preguntarle qué le pasaba o si necesitaba que la alcanzara al hospital, algo? Nada. Que aprendiera la pobre Lucía. Todo vuelve, afirmó para sus adentros, como si creyera en la reencarnación o en una especie de dios boomerang que, más rencoroso que ella, se encargaría de saldar las cuentas. Descubrió entonces que el enojo la fortalecía como la estaca que sostiene la espalda de molusco de un espantapájaros. Ella era normalmente una persona irascible pero nunca había atendido a los beneficios de sus arrebatos. ¿Por qué no te vas a la puta que te parió?, le gritó al enfermero cuando arrancaba la ambulancia. Sobre su desgracia se agregaba la de ver cómo la dulce embarazada era tironeada por las cuatro extremidades, a la manera de la inquisición, rumbo al vehículo. Ni se quejaba la chica. Sólo les había dicho a sus familiares: cuidado por favor, que me están apretando los brazos, déjenme, puedo sola. Nadie sabe adecuarse al dolor ajeno: o lo desestiman o lo magnifican, ¡qué soledad la del cuerpo!, pensó Lucía. Entonces su enojo viró a una congoja sin fondo. ¿Para qué todo esto? ¿qué sentido tiene vivir si después vamos a morir tan solos como nacimos? ¿Qué estoy pensando – pensó -, me iré a volver loca? Con lo que me duele el dedo y yo, mirá por lo que ando preocupada. Siempre mezclo todo. Siempre, pero: ¿era una mezcolanza como ella decía? ¿o a su horror inicial sobre la idea de la muerte no iban a parar todos los hechos de la vida como a una fuerza centrífuga? No, decididamente su novia Ana no la entendía. No entendería jamás su melancolía de eternidad presente en todos los actos. No podría nunca darle la razón cuando Lucía en lugar de una rica carne asada con papas fritas viera una vaca en un matadero y un campo de cultivo cosechado por un peón explotado por los terratenientes. Toda la corrupción del mundo rodeando un plato de comida. Para Ana esa carne era un manjar y estaba claro que a Lucía la vida se le iba de las manos. Y todo parecía darle la razón. Casi inútil para las tareas domésticas, el día que se decide a cocinar, ¡sácate!, agarra y se corta un dedo. Pero se lo corta, no se lo rebana. Un cortecito nada más, señora, dijo el médico. ¿Cómo podía tratarse de un cortecito nada más, señora? ¿y toda esa sangre de dónde había salido? ¿de un simple corte? Bueno, se sacó la puntita solamente. ¡La puntita solamente! ¡la puntita! Cómo son los médicos, se nota que el dedo no es suyo. ¿Trajo el pedazo para que se lo cosamos? ¿no? ¿qué está diciendo, señora? Dice que no, dijo Ana, es que se abatata por los nervios, ¿no, Lucita? Mmm, respondió Lucía mordiéndose los labios. Bueno, no importa, concluyó el médico, cuestión de días y se regenera solo. Ya va a ver que le queda como nuevo. Pero, dicho de esta forma, un dedo nuevo era, para Lucía, uno chiquito, como de recién nacido. Qué espanto, se dijo, dos etapas de la vida en la misma mano. Sería demasiado. Ana también se lo había dicho al llegar con el taxi. Va a estar todo bien, no es nada, se regenera solo. La encontró en la puerta pálida y con un toallón rojo que no le conocía. Pensó que no era el momento de preguntarle dónde lo había comprado y al descender sólo atinó a acercarse a ella y abrazarla como si fuera una criatura. ¿No parece una criatura? dijo Lucía, señalando el toallón. Me confundí Ana, me confundí, vino una ambulancia y yo creí que... Está bien, corazón, le contestó, ahora me explicás en el taxi. Pero Lucía, lejos de dar explicaciones comenzó a tartamudear, no modulaba una sola palabra con claridad y ni aún así conseguía ponerle freno a su necesidad de hablar. Resolvió este conflicto con una explosión gritona y babosa con la que al fin consiguió sacar de quicio a Ana. Lú, le dijo sacudiéndola por los hombros, te vas a calmar porque esto ya no está en tus manos. Ya sé: por eso lloro. Al llegar al hospital fue atendida rápidamente, el escándalo ganó lugar sobre fracturas expuestas, desgarros, trípodes, muletas y paraplejías múltiples. Con el brazo extendido sobre la camilla, Lucía giró la cabeza para no ver la ausencia de dedo, el espectáculo impresionante de la automutilación que reflejase el gesto de espanto en el rostro del médico. Pero no fue así y después de vendarla como dios manda llamó a la enfermera. Dele una muestra de Pervinox a la señora del dedo para que se haga las curaciones, le dijo. Y si necesita algo me llama. Al otro día Ana limpió la casa, tiró el toallón a la basura y alimentó al gatito que maullaba como para recordar que su dueña tenía razón. Yo era pura materia, había dicho, materia sangrante. Ay que horror, pensó Ana cuando imaginó el posible destino de la yema del dedo de Lucía. No está por ningún lado, en la mesa no está, en el piso tampoco. Por lo menos no hizo falta coserla y se le regeneró nomás, como predijo el médico; un poco chato tal vez, pero apenas se nota. Sólo si hay humedad el dolor recrudece. Me pincha adentro como unas agujitas, ¿será algo malo? No es nada, amor, la tranquiliza Ana sobre todo en otoño, mirá los nubarrones en el cielo. Tenemos lluvia.

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